martes

¿La regla...? A nosotras nadie nos enseñaba nada

Las historias que fueron desgranando las mujeres del taller nos acercan a una vivencia muy importante para las niñas: la llegada de la menstruación. Con la llegada de la primera regla, las niñas abandonan su infancia; esto es un hecho incuestionable en todas las sociedades. La posibilidad de poder procrear es la que marca ese paso, de ahí que menstruación y sexualidad estén tan íntimamente ligadas en la educación y la vivencia de las adolescentes.
La mayoría de las niñas aún estaba en periodo de escolaridad
Pero la época en que nuestras protagonistas pasaron por esta experiencia convirtió algo tan natural en un auténtico tabú. Las adolescentes recibían informaciones poco precisas, sobre todo a través de las amigas o las hermanas mayores, eso sí, siempre revestidas de un gran secretismo y demasiadas supersticiones. La mayoría coinciden en ambos. 
Estas son las palabras de Rafaela sobre ese momento de transición:

“A mí con 12 años me vino la regla. Yo estaba con una señorita en Jerez. Ella me dijo: escríbele a tu madre y le dices que ha venío tu tío Pepe a verte. Y yo pensaba, ¿qué tío Pepe…? Pero que antes las madres no nos enseñaban. A mí fue la señorita la que me explicó to y me daba los pañillos. Lo que yo sé hacer me lo enseñaron mis señoritas. A mí me sentaban en la estufita, cuando acababa de fregar y me explicaban delante de un reloj cómo se sabía la hora y muchas más cosas que me enseñaron. Yo aprendí mucho sirviendo”.

Curiosamente entre Rafaela o Pilar, las mayores del grupo, y la más joven,  no ha cambiado  casi nada, a pesar de que hay entre ellas veinte años de diferencia. Además de los mismos silencios y miedos, las supersticiones todavía permanecían en la memoria colectiva de los pueblos. Los recuerdos de ellas nos llevan a la conclusión siguiente: la posguerra duró muchos años y aún al principio de los años sesenta, en el mundo rural, la vida cotidiana estaba presidida por dos leyes no escritas: la ley del silencio y la de la obediencia a la autoridad. Mediante el silencio, permanecían ocultas todas aquellas cosas que la moral del régimen y de la Iglesia Católica afín consideraba tabúes. A través de la obediencia a la autoridad, se conseguía que los mensajes que transmitían la escuela, la iglesia, y todos los poderes del Estado, fueran considerados por todos como algo verdadero que no tenía discusión. 
Algunas parecían mayores
Manuela se explica su silencio y confusión de este modo:

“A mí me vino con 12 años. Allí había una chica en el rancho. Era de Algar. Ella me asustó mucho porque era mayor y me decía: como tú se lo digas a tu madre se va a pensar que es otra cosa, como diciendo que yo había estao con un muchacho o algo así. Y la puñetera me dijo eso. Pues no veas, que tardé varios días en decírselo a mi madre. Mi hermana mayor estaba en Ubrique y no se lo podía decir”.

Escuchando los relatos de estas mujeres, nos hacemos cargo de los sentimientos ambivalentes de aquellas muchachas. Ellas veían que sus cuerpos estaban experimentando cambios evidentes, que las alejaba cada día un poco más de la infancia y las acercaba a otra etapa, lo cual les producía una especie de inquietud y desasosiego muy agradables. Y es que eso de ser mujer parecía otorgar a la niña otra categoría; nada que pudieran explicar de forma muy clara, pero para ellas era como una aspiración que estaba presente en sus conversaciones. Pero al mismo tiempo que se fomentaba esa especie de deseo por entrar en el mundo femenino adulto, los silencios y las medías palabras alrededor de la regla, la sexualidad, y el cuerpo, eran una fuente de inseguridad y miedo. La mayoría del grupo comenta este hecho y hacen referencia a cómo vivieron ellas esa etapa. Porque la regla no dejaba de ser “eso” tan desconocido y “sucio” que les tenía que pasar a todas, pero que nadie explicaba.
Gregoria
Por eso Gregoria habla de cómo han cambiado las cosas, pues ella, a pesar de que no tuvo ninguna información, sí habló a sus hijas sobre la regla. Desde luego son otros tiempos.

“A mi mi madre decirme… como yo a mis hijas que les he explicao lo de la regla, lo que pasa con los niños, o los muchachos, que quieren darte un beso y luego… otra cosa. A mí nunca me dijo na mi madre”
Y Teresa comenta: “A mí mi madre, a pesar de lo avanzá que era, no me dijo nada. Además, aquí estábamos mu separaos los muchachos y las  muchachas. Además éramos de acción católica y no íbamos ni al cine porque eran de TRES ERRE…, vaya que no nos juntábamos mucho como en las ciudades. No se decía na claro... A los homosexuales se les decía de la cáscara amarga, o sarasa,  esas cosas eran tabú"
No es extraño, que las muchachas escondieran sus primeras manchas e intentaran llevarlo en secreto, al menos en sus casas. Al final, la madre se enteraba de forma casual y a algunas lo que más les preocupaba era que los trapos manchados no estuvieran a la vista, que los hombres de la casa no los vieran.
Sin embargo se solía hacer público de forma indirecta eso de la niña ya es una mujer. Era una forma de hacer saber que la jovencita entraba en el mundo adulto y pronto sería una muchacha casadera.

“Ya eres mujer… eso sí se decía. También se decía a las vecinas y familia: ya mi niña ha rodao las escaleras. Como había la creencia de que con 12 años o 13 si no había rodao las escaleras eras machorra, entonces los padres lo daban a conocer porque podías tener hijos. Yo tenía casi 16 cuando rodé las escaleras y vaya si tuve que escuchar cosas de mis amigas sobre eso”.  
Manola hecha toda una jovencita
Todas las sociedades conocidas tienen ciertos tabúes y prohibiciones para esta etapa de la vida. La mayoría de estos tabúes tienen un origen antiguo, de cuando nadie podía dar explicaciones racionales, médicas o científicas a la realidad. El mundo mágico y la superstición sustituían a esas explicaciones, aunque para las personas que vivían en esa situación, podían ser tan ciertas, como para nosotros hoy en día cualquier diagnóstico médico. Esto es lo que comentaron todas sobre este particular.

“No lavarse la cabeza, ni los pies en agua fría, ni comer melón, no amasar ni entrar en la sala de amasar, ni las matanzas las podían hacer las mujeres… si estaban con la regla”.

Algunos de estos tabúes que explican nuestras protagonistas se relacionan con la comida, otros con la higiene, otros con las plantas… Todas recuerdan esas prohibiciones y las seguían a “rajatabla”. Además, las madres confeccionaban unos pañitos para esos días y enseñaban a las niñas a hacerse cargo ellas mismas de su lavado.
Manola lo explica de este modo:

“Tenía yo unos 11 años cuando me vino. Se asusta una… porque no te decían na. Había que coger unos trapitos pa que empapara. Porque entonces no había compresas ni de na de eso. Luego les poníamos agua y las soleábamos… Las bragas de tela y todavía las tengo de cuando me casé. Entonces no se entendía de na”.

María se dio un buen susto el día que le vino su primera menstruación. Y es que, en su caso, la madre se había excedido en sus miedos y los había traspasado a la otra hija mayor. Así lo cuenta ella:
“Ese día voy a campo y vengo con la regla. Mi madre le tenía dicho a mi hermana que yo era mu endeble y que no iba a resistir aquello. Porque era mu menuilla. Así que cuando me vi la sangre, fui a decírselo a mi madre y mi hermana empezó con un griterío: ¡que se muere, que se muere… Y yo asustá… y hasta que mi madre la tranquilizó, ¡vaya susto!"

miércoles

Isabel: la vida ahora es completamente diferente...

 Nací en el campo, cerca de Ubrique. Soy la más chica de cinco hermanos. Recuerdo que había un arbolito al lao de nuestra casa, que mi madre me decía que allí en ese arbolito me había dejado a mí la cigüeña. Eran las cosas de entonces…. Todavía voy por allí y veo el árbol y lo quiero yo muchísimo. Yo había hecho muchas cosas antes de venirme a Ubrique: cogía garbanzos, aceitunas, guardaba los pavos… ayudaba a mi padre en lo del carbón… he hecho de to…
A veces me pregunto cómo hacia yo todas esas cosas tan chica. En verano, que era cuando no había carbón, cogíamos garbanzos con tos mis hermanos; a eso se le llamaba ajustao, o sea, que se cerraba lo que íbamos a cobrar y la familia entera trabajábamos.
La trilla
 Pues me acuerdo que yo eran tan chica que se reían de mí porque iba detrás de la cuadrilla y lloraba muchísimo porque las manos se ponían fatal, de sangre… Y eso que mi madre nos hacia guantes de lona… Entonces pa curar las heridas, nos orinábamos en las manos. Y otra vez me pasó una cosa muy graciosa. Yo iba detrás de los pavos, porque era la más chica, la que hacia eso, y los animales señalaron y acorralaron una liebre... y yo me eché encima y cogí la liebre y llamé a mi hermano: ¡fulanito… que vengas a por la liebre, ven, ven… ¡ Y mi hermano vino y se la llevó…
Mi madre vendía las cosas de la huerta. Aquello era una casa en el campo, pero nosotros no éramos los propietarios. Era una cañá, y teníamos otras tierras arrendás. Al principio, mi padre sólo echaba carbón, pero luego, cuando ya nos vinimos al pueblo, echó una huerta. Mis dos hermanos trabajaban con él y mis hermanas y yo entramos en la fábrica. Yo ya tenía doce años. Mi hermana mayor era la que ayudaba más a mi madre en la casa. Ella no iba a trabajar a ningún sitio.
Grupo de hombres preparando la elaboración del carbón
Cuando `pienso en esos tiempo… la vida de ahora es completamente diferente. Pero vaya, cuando los jóvenes de ahora se quejan yo les digo que si hubieran vivido ellos aquello. Pero bueno, yo no tengo malos recuerdos, Éramos mu felices, porque no conocíamos otra cosa. No nos faltó de comer. Mi madre iba a donde está el pantano y se llevaba la burra cargá con lo que daba el tiempo: naranjas, granás… A mí me daba media naranja o media graná, porque se repartía según se trabajaba, a los más grandes que se los llevaban pa el campo. Entonces yo me las arreglaba pa sacar una graná o cualquier otra cosa… Te espabilabas… Ahora que cuando nos vinimos del campo todavía seguimos trabajando por las tardes, ayudando a mi padre en las faenas, cogiendo las cosas que él sembraba, to lo que mi madre vendía. Y el domingo había que ir a lavar pa tener la ropa limpia pa toa la semana. Entonces no se paraba de trabajar.
Isabel, la joven de la derecha, todavía adolescente
Entré en la fábrica con doce años, sin saber na.  Lo primero que me pusieron fue a rebajar, como pa aprender a hacer el almidón a hacer correíllas… lo hacías sola. Después cuando aprendí lo básico, me pusieron con un hombre. En esa fábrica eran tres aparceros. Yo salí de allí pa casarme. A mí me enseñaron a trabajar como a un hombre, como un oficial. Al casarme dejé el trabajo ese, pero en mi casa seguí con mis tareas sin parar.
Un taller de petacas (foto de autor desconocido)
http://www.urbanity.es/foro/edificios-en-general/13102-documentacion-grafica-ciudades-y-edificios-espanoles-50
Una de las fábricas de piel que aún quedan en Ubrique
En el verano entrábamos a las 7 y hasta las 3 de la tarde… y luego teníamos la tarea en la casa. En invierno salíamos a las 6 de la tarde, pero también seguíamos en casa con las tareas. No teníamos horario en la casa. No teníamos tiempo para el desayuno. Allí mismo en la mesa de trabajo comíamos como los pavos. Es que los dueños estaban allí, te miraban… Teníamos un jarrito de porcelana y llevábamos allí el café.
Jarrito de porcelana para el café (imagen tomada en el Museo de la Piel de ubrique)
Yo contenta, y la satisfacción de mis compañeros… Entonces teníamos ilusión, no es como ahora. Yo veía que ganaba dinero, que a los hombres les daban billetes de veinte duros. Yo decía: cuando yo gane un billete de veinte duros… y era pa darle el dinero a mi madre. Hasta la semana que me casé estuve así.